sábado, 16 de julio de 2016

¿Era Felipe II un ferviente seguidor de la alquimia?


¿Era Felipe II un verdadero amante de la magia, del hermetismo o de la cábala? ¿Fue un entusiasta sincero de la astrología o de alquimia?  O, por el contrario, ¿fue, simplemente, un hombre inquieto de su tiempo, que gustaba de disponer en su biblioteca personal de los mejores libros sobre estas materias, como parte del saber científico, -hoy diríamos pseudocientífico- de aquella época?  
No es fácil la respuesta y se necesita leer mucha historia de la segunda mitad del siglo XVI para sacar alguna conclusión. Porque es cierto que entonces no existía una frontera marcada entre la ciencia y la razón respecto de la especulación fantasiosa e imaginativa de todos aquellas disciplinas. Lo mistérico y lo oculto se mezclaba inusitadamente con el conocimiento y el rigor científico. Es evidente que para un monarca culto y ávido de saberes, todas esos esoterismos estaban al alcance de su mano y bien fundamentados en complejos y extensos tratados. Y el mejor exponente de esta avidez por penetrar en los terrenos de lo oculto, fue el propio sobrino de Felipe II, el emperador Rodolfo II de Praga, amante de lo esotérico y reconocido como mecenas de los alquimistas.
Mucho se ha debatido y está muy documentado todo lo referente al papel jugado por la botica escurialense, sus medios y sus procedimientos que fueron descritos con todo detalle por viajeros y cortesanos como Almela y L'Hermite. Claro está que en aquellas dependencias, sabiamente colocadas fuera del estricto recinto de la enfermería y del monasterio, valiéndose de una difusa mezcla de química y alquímia, se perseguían dos objetivos muy definidos.


Uno era la consecución de productos medicinales a partir de la destilación de toda clase de hierbas, algunas traídas de fuera y la mayoría recolectadas en los alrededores, fármacos que eran destinados para el consumo del miso rey y la propia corte, de la comunidad de monjes jerónimos y de los enfermos que eran asistidos el la hospedería.
El segundo objetivo, no menos vital, era el que hoy nos suena a utópico e ilusorio, el de la obtención de oro a partir de otros metales. Pero en aquellos momentos a nadie le parecía irreal, porque eran muchos los afamados alquimistas que se sentían capaces de conseguir el preciado metal mediante extraños y ocultos procedimientos. Ahora sabemos con seguridad que la historia de la alquimia fue una secuencia de engaños y fraudes, pero es obvio que tan tentadora promesa no se podía dejar de lado. 
No había duda de que Felipe II estaba llamado a tomar parte activa en el asunto, primero porque él y su arquitecto Herrera fueron grandes seguidores de Ramón Lull, gran amante de la alquímia que, luego, sus seguidores se encargarían de desvirtuar. Y, en segundo lugar, porque las finanzas del país estaban exhaustas con los pobres castellanos y aragoneses esquilmados tras soportar tantos impuestos destinados a las guerras exteriores.
¿Cómo un rey tan ortodoxo pudo acceder a la tentación alquímica a las puertas de su casa? La explicación no parece ser otra que, dado su gran sentido de estado, el pragmatismo del monarca cedió ante el apremio financiero, viéndose empujado a tantear aquellos cantos de sirena que, rayando en la heterodoxia podrían, sin embargo, suponer la salvación de las maltrechas arcas reales. No olvidemos que la primera finalidad del oro era para sostener nuevas guerras en defensa de la religión, por eso algunos han calificado la practicada en El Escorial como una alquímia "cristianizada".
En 1927, Rodríguez Marín en su libro Felipe II y la alquímia, descubrió la correspondecia entre el rey y su secretario Pedro de Hoyo, por el año 1567, en la que salen a la luz tanto el interés crematístico del monarca por el oro, como su frustración a medida que se iba acercando el fracaso final. 

Aunque yo soy incrédulo de estas cosas, désa no lo estoy tanto.

Por pura conveniencia mantuvo una cierta esperanza, dado que el éxito de la operación hubiera supuesto la solución a muchos de los quebraderos que, por entonces, rondaban la cabeza del poderoso rey. Los alquimistas reconocieron su error y Felipe II continuó fiel a su ortodoxia católica. 

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