Horror vacui. Por el diccionario de la RAE sabemos que
esta es una locución latina que significa literalmente ‘horror al vacío’. Se
emplea en el campo del arte, para referirse a la tendencia a llenar todos los
espacios de elementos decorativos, como sucede, por ejemplo, en el arte
islámico o en el barroco, donde parece que no debe quedar ningún hueco sin
ornamentación alguna. Todo está repleto de cualquier tipo de aderezo, sin permitir
tregua alguna para la contemplación. El plateresco hispano también nos dejó buenas
muestras y por citar solo dos recordamos las portadas de San Esteban o la de la
Universidad, ambas en Salamanca. Y qué decir del rococó posterior.
Es aplicable a cualquier espacio donde no se deje ni un
ápice para el reposo de los sentidos, porque lo contrario se podría interpretar
como la nada del vacío, el silencio absoluto, es decir, en definitiva, una
carencia. El vacío puede generar miedo. Pero ese vacío también puede significar
algo, o mucho, si pensamos que en él puede residir la claridad y la limpieza de
planos y curvas, sin relieve alguno, sin distracción que nos impida la reflexión.
La ausencia de formas sensoriales e ilusorias no quiere decir que, fuera de su
dictado, no haya nada.
Habéis pensado cual sería la primera reacción de los
viajeros del siglo XVI cuando, recién llegados desde la Villa de El Escorial,
tras reponerse de la dura subida, dieran sus miradas con el desafiante ábside
de la Iglesia, el que recibe diariamente el amanecer que viene de levante. Un
plano desnudo tan solo coronado por un discreto frontón y una suave cornisa que
corre horizontalmente. No es casi nada para tan significativo y majestuoso
paramento, que debería aceptar su delicada misión de acoger a los nuevos
visitantes. Claro que no seria este el único impacto que recibirían esos
viajeros, pues luego tendrían que acomodar su vista a otros muros igual de desnudos:
el primero el que ofrecía la fachada septentrional, con menos sol y menos
ventanaje para evitar que por allí se colaran los cierzos fríos que bajaban
desde Malagón. Y después, las restantes fachadas, las torres, el patio de los
Reyes y todo lo demás.
Nada de adornos superfluos, nada de floreos innecesarios,
solo espacios vacíos únicamente interrumpidos por algunos entallados de
pilastras sin apenas relieve. Es el imperio de la Geometría en el que no queda
resquicio para lo superfluo, porque en esos espacios solo hay lugar para la proporción
y la simetría, y para la euritmia, al decir de Vitruvio.
Nacía otro nuevo concepto de la estética, otra manera, que no maniera, de entender el clasicismo "a la antigua" como se decía, por entonces, en aquella segunda mitad del siglo XVI.
Por lo demás la confrontación está servida y lo seguirá estando en siglos venideros. Nosotros sí creemos a partir de nuestras vivencias personales, que el adorno excesivo y recargado puede llegar a producirnos un cierto hastío mental y visual, mientras que el limpio desnudo arquitectónico nos invita a la reflexión y a la calma. No nos invade ni nos perturba, tan sólo nos muestra la armonía de sus números.
En el, no hay ni lugar para las fantasías ni horror al vacío.
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