Cerca del altar mayor, en el presbiterio de la basílica, es desde el único sitio donde es posible contemplar con cierto detalle la estatua en bronce dorado del rey Felipe II, en particular de sus penetrantes ojos fijos en el sagrado Tabernáculo. Fue Pompeo Leoni el artista que consiguió tal efecto de relieve y profundidad en la mirada gracias a un pequeño vaciado convexo en las pupilas oculares. Este fue el problema tradicional al que se enfrentó la escultura monocromática, debido a que el iris y la pupila humanas tienen la misma forma volumétrica, obstáculo que, en la escultura griega se resolvía acudiendo a los colores o al vaciado circular concéntrico. Aquí Pompeo empleó este último recurso consiguiendo una sorprendente sensación de realismo.
El resultado logrado por Pompeo fue un gran acierto, así como la representación de una abrumadora quietud que confiere al rostro del rey Prudente un carácter de superioridad rayana en lo sobrenatural.
Es verdad que cuanto más de
cerca observamos a este Felipe II, más percibimos su penetrante mirada, aunque, desafortunadamente, esa aproximación física no es posible en la realidad, dado el particular emplazamiento de la escultura. Así que nos tenemos que valer de una particular fotografía.
El cronista
Cabrera de Córdoba describía que eran sus ojos
grandes, despiertos, garzos, con mirar tan grave que ponía reverencia al
mirarlos. Aquí, en este retrato, se ven esos mismos ojos grandes pero, quizás, ya algo
marchitos y con ciertos síntomas de cansancio, con ojeras y con cabeza de
anciano altivamente erguida, venas muy salientes y escasas arrugas en la
frente.
Es, a nuestro juicio, una versión casi onírica del semblante
del rey. Su mirada es lo más impactante de este retrato. Es la mirada que era
capaz de trasladar amor, temeridad y reverencia, simultáneamente. A la que
aludía un predicador que, en sus honras fúnebres en la iglesia de San Jerónimo
el Real, recordaba que ante la presencia de Su Majestad, grandes letrados, valerosos capitanes y resabidos ingenios, se
turbaron, temblaron y enmudecieron. Es, en definitiva, era la que Baltasar de
Castiglione en El cortesano
calificaba como una “mirada de gravedad dulce”.
Con toda seguridad Pompeo partió de modelos anteriores para
esculpir una fisonomía más juvenil de lo que en ese momento ofrecía el rostro real, pues la
expresión de esta imagen poco o nada tiene que ver con el último retrato que le
había hecho Pantoja de la Cruz, en 1590, en el que se veía un Felipe II mucho
más anciano, con rostro cetrino y mirada debilitada y ausente.
Al contemplar esta fotografía, comprobamos que sus ojos siguen poseyendo el mirar tan grave que ponía reverencia al mirarlos.
Del libro Bronce dorado en El Escorial, Libreria Cocheras-Coliseo, San Lorenzo del Escorial
Del libro Bronce dorado en El Escorial, Libreria Cocheras-Coliseo, San Lorenzo del Escorial
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