En las torres campanarios que escoltan el atrio de la basílica, en la de la izquierda según entramos en el patio de Reyes, Felipe II quiso instalar al gusto flamenco un carillón que inicialmente debió de contar con más de cuarenta campanas y que fue arrasado por el fuego en 1671; según la descripción de Quevedo, “el bronce derretido bajaba por los muros de la torre como arroyos de agua”.
Carlos II hizo que se restituyese inmediatamente después, en 1673, por un
nuevo órgano de 32 campanas fundidas también en Flandes por un tal Melchor de
Haze. Vino en barco hasta San Sebastián y desde allí fue transportado en
carretas hasta el monasterio. Disponía de un teclado de manos y pies sobre el
que se podían interpretar diversas partituras.
Con la excepción de cuatro de sus campanas, este carillón también padeció
los efectos de otro fuego en 1826. Finalmente, en 1988, fruto de una cuidada y
respetuosa restauración en la que se aprovecharon las cuatro viejas campanas
existentes del anterior carillón, se inauguró el actual, conservando el mismo
número total de campanas, 32, y con la posibilidad de tocarlo manualmente,
desde un teclado situado en la misma torre, o bien de forma programada, eligiendo
entre un total de 16 melodías diferentes.
En la torre de la derecha se colocó un reloj de campanas que llegó al monasterio el mismo día que se corrigió el calendario
gregoriano, es decir, el 15 de octubre de 1582; fue igualmente destruido por el
incendio de 1671; con el metal fundido se hizo la que siempre se llamó campana
del Fabordón o Fa Bordón, que
de ambas formas la hemos visto escrita y que es la que continúa sonando en
nuestros días. Su peso es de
unas cinco toneladas y durante muchos años, para prevenir los incendios, un
vigilante situado en el cimborrio tiraba de una soga que provocaba un fuerte
campanazo seguido de un número de toques determinado que servían para
identificar el lugar donde se había iniciado el fuego.
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